La peste llegó a Toledo sin avisar a fines de la primavera e inicios del verano de 1349. No nos es dado imaginar, y ojalá nunca tengamos que asistir a nada semejante, lo que aquel brote infeccioso supuso para la ciudad, como había supuesto para todas aquellas tierras por donde había ido pasando con afán exterminador. Las noticias de gente que enfermaba y que moría a los pocos días debieron de ser constantes, así como la adopción de remedios más o menos acertados, dádivas y rezos para frenar su avance. Las familias escucharían atemorizadas las noticias de la muerte de sus vecinos y sólo los potentados abandonarían a la carrera la ciudad, convertida en una trampa mortal. Esta situación se repetiría también en los dominios del barrio judío y, pese a la mucha mitología que involucraba a sus habitantes en la extensión de la epidemia, lo cierto es que muchos de ellos sucumbían al mismo tiempo que sus vecinos cristianos y musulmanes. Tal fue la época que le tocó vivir a doña Sitbona, la mujer, dechado de virtudes, cuya lápida encontramos languideciendo, pero intacta con el paso de las centurias, en el pequeño jardín del recuerdo del Museo Sefardí de Toledo, antigua sinagoga de Samuel Haleví.
De su paso por esta vida terrenal, poco sabemos. Tan sólo que fue hija y esposa, únicos menesteres previstos para una señora de pro de estirpe judía de la época, y que su padre y esposo fueron sabios y protectores de la aljama. Sin embargo, llama la atención la belleza de la composición y la abundancia de alabanzas que se le dedican precisamente a una hija de Israel, cuya lápida sepulcral, maciza y elegante, parece haber sido concebida para resistir al paso del tiempo. Un tiempo y un destino que aquellos que la esculpieron no imaginaron tan largos ni azarosos. La lápida viajó desde la dignidad del cementerio judío, a lugares idolátricos, para llegar a la postre a descansar en una ubicación que para sí hubieran deseado los varones de su tiempo: la sinagoga de don Samuel Haleví, único vestigio de aquella época y de los pocos que quedan del verdadero pasado judío de Toledo.
Doña Sitbona fue quizás familia de Samuel Haleví, al menos eso podría indicar la filiación de su esposo. Viuda como era de uno de los hombres buenos de la aljama, organizó, a buen seguro, la asistencia a las familias damnificadas por la epidemia y enfermó como consecuencia de su contacto directo con las personas infectadas.
Un día de principios de junio de 1349, doña Sitbona quiso ir de nuevo al hospital comunitario a llevar ropa de cama limpia para los enfermos, acompañada por dos de sus sirvientas. Sus nueras se lo desaconsejaron vivamente, con lágrimas en los ojos, pues en aquel momento la virulencia de la mortandad se cobraba varias vidas cada franja horaria del día. Doña Sitbona era mujer de sólidos principios y la ayuda comunitaria a los pobres e impedidos era uno de los pilares de su vida desde que su esposo partió de este mundo. Cuando volvió a casa y, tras dar órdenes a las sirvientas sobre el guiso para el shabat que se aproximaba, empezó a sentirse mal y tuvo que recostarse en sus aposentos, de los cuales ya sólo salió sin vida al cabo de una semana. Para aquel entonces, una de sus sirvientas ya había perdido la vida y dos de sus nueras yacían en el lecho, víctimas de la calamitosa enfermedad.
Poca gente asistió a su cortejo fúnebre -apenas una decena de personas- teniendo en cuenta las muchas mitzvot que aquella dama había realizado en vida para su bienamada comunidad, pero es que la mortandad no daba tregua y eran pocos los que quedaban sanos en la vecindad de esta reputada señora. Uno de sus hijos, Yitzjak Haleví ben Meir Haleví, encargó para ella la lápida que hoy conservamos, consciente de que muy pocos la acompañarían al camposanto, mesándose los cabellos. Quiso que en ella constaran las altas obras y las bondades que habían adornado a su madre y la alcurnia de la que descendía, así como la razón de su fallecimiento, que no aparecía en el otro centenar de nuevas lápidas que jalonaban el cementerio. Gracias a este celo por hacer pasar a la posteridad la memoria de su madre, hoy sabemos que fue una noble dama y que la gran mortandad, como se menciona a la epidemia en la época, acabó con su vida terrenal en el mes de Siwan de 1349, según reza su epitafio mezclando curiosamente el mes judío con el año civil. Haciendo gala a su nombre -sit bona!-, podemos decir que, sin duda, fue una buena vecina de Toledo, de bendita memoria.