En estos días, se
celebran las pascuas judía y cristiana, puesto que ambas están
ligadas al plenilunio primaveral y, pese a los esfuerzos de la Gran
Iglesia por distanciarlas, siempre acaban rondándose la una a la
otra.
El pueblo judío conmemora su salida de la esclavitud de Egipto, con la ayuda del Todopoderoso, que lo sacó “con mano fuerte y brazo extendido” y los cristianos, la muerte y resurrección del Hijo de Dios, venido al mundo para sanarlo de sus pecados.
En ambos casos, y pese al significado que el judaísmo rabínico y el cristianismo
ortodoxo le han dado a la celebración, se trata en realidad de una
festividad que ha amalgamado varias otras más antiguas y que,
finalmente, ha sido coronada con el simbolismo más elaborado de cada
una de las confesiones, que suele ser el más sofisticado.
Los agricultores cananeos
festejaban el plenilunio primaveral, ofreciendo panes ácimos, amén
de otras primicias, a la naturaleza deificada, que había tenido a
bien concedérselas. Los ganaderos de la región, por su parte,
mataban un cordero, que ofrecían a los dioses-demones de sus
creencias politeístas, y aspergían con su sangre las jambas de sus
tiendas para así protegerlas. Si es verdad que hubo un grupo humano
que salió de Egipto en pos de su libertad, allá por los estertores
de la Edad del Bronce, aquel grupo, una vez en Canaán, unió su
experiencia liberadora a aquellas ya existentes, para conformar
después una fiesta de peregrinación y ofrenda al templo de
Jerusalem y una rica fiesta de purificación y de fortalecimiento de
la identidad, una vez que éste dejó de existir y el judaísmo
rabínico ocupó el lugar del sacerdotal.
Cuando el advenimiento
del judaísmo nazareno, que daría paso al cristianismo, al Pésaj
judío, se superpuso la significación de que el cordero pascual,
toda vez que el Templo ya no existía, era el propio Jesús, el cual,
aunando en sí la vocación de Pésaj y la de Yom Kippur, se
sacrificaba voluntariamente para redimir las culpas de la humanidad
escrita con mayúsculas. Así pues, se creaba una Nueva Alianza, ya
que la que marcó la salida del pueblo judío de Egipto, en la que
D'os lo sacaba de una vida de esclavitud para llevarlo a una de
libertad en la Tierra Prometida a los patriarcas, había quedado
obsoleta. Sin embargo, el significado no desparecía, sino que se
fortalecía. La esclavitud del pecado daba paso a la libertad del
hombre nuevo, renacido por efecto de la Resurrección del Hijo de
Dios Altísimo.
Podemos concluir, con
bastante humildad, que en lo humano nunca hay nada nuevo bajo el sol
-citando a otro gran e imprescindible libro de la sabiduría judía-
y que, en el fondo, somos mucho más parecidos al hombre primitivo de
lo que creemos. Aquel hombre que se sorprendía, como nosotros ahora,
quizás, con la contemplación de la grandeza del plenilunio
primaveral, sentado a la puerta de su tienda de pastor nómada.