Desde la más remota
antigüedad, el ser humano sabe, por experiencia de especie, que
hacia el último mes de nuestro año gregoriano, el sol va
desapareciendo cada día antes y la noche va ganando su partida paso
a paso, hasta convertir el día más corto del año en un suspiro de
luz, registrándose el atardecer poco después del culmen del día.
En los albores de esto
que hoy llamamos Humanidad con mayúsculas, el asustadizo homínido
de las cavernas que fuimos llegó a pensar que, si no hacía nada por
remediarlo, el astro rey desaparecería por completo un día y no
volvería a amanecer jamás. Este miedo irracional le condujo a la
creación de una amalgama de prácticas mágico-religiosas, que, con
el fuego como protagonista, intentaba, por un lado, recrear la luz
natural y, por otro, asegurarse de que ésta volviera, a no tardar.
Esos festivales de las
luminarias tomaron diversas formas, dependiendo de las culturas,
pero, a la postre, se convirtieron en rituales sagrados, sin los
cuales el género humano se sentía perdido y al borde de la
extinción irremediable por falta de luz. No hay que olvidar que la
mayor parte de los panteones sagrados ancestrales tienen al sol como
dios central y padre de la vida.
El tiempo siguió
avanzando por regiones y adaptándose a nuestros calendarios, pero
aquí y allá se siguieron recreando los mitos, cuyo centro era el
sol y la preparación de su venida: desde el Inti Raymi de los
incas, pasando por el Yalda del mitrismo iraní, hasta llegar
a la primera Roma de las Saturnales y, después, a la del Sol
Invicto, todo evoca esta necesidad vital del ser humano y su deseo
imperioso de que el sol renazca. Hasta la Janucá judía de la época
del Segundo Templo, con su goteo diario de luz en cada brazo de la
menorá, debió recoger tradiciones israelitas anteriores y dotarlas
del carisma de los Macabeos para que perdurase en el tiempo y no
fuese podada del futuro árbol del judaísmo rabínico.
Luz, renacimiento,
esperanza y buenos deseos: ¿nos suena de algo, verdad? Renuncio a
traer y llevar de nuevo el cargamento de objeciones que la Natividad,
vulgo Navidad, suscita en el purista. Lo que quiero es, de alguna
manera, recordar que en el fondo no hemos cambiado tanto y que quizás
deberíamos, de vez en cuando, bajarnos de nuestros pedestales
digitales y urbanitas para reconocer que durante unos cuantos días
del año albergamos en nuestras almas un desasosiego creciente ante
el temprano atardecer y un temor, como vago, lejano, pero presente,
de que el astro rey pierda la partida esta vez y nos deje sumidos en
las tinieblas del Mummer's Day de los galeses: día de
oscuridad. Por eso, y en ausencia de hogueras encendidas en las
encrucijadas, llenamos nuestras casas, nuestras calles, nuestros
trabajos y nuestras vidas de luces grandes y pequeñas que nos hacen
más llevadero el tránsito al renacimiento.
Por la luz y el
renacimiento.