Acabo de terminar la lectura de un libro que recoge una multitud de artículos de la periodista israelí Amira Hass y que en España se ha publicado en un volumen titulado Crónicas de Ramala. Dejando a un lado que se trata de una traducción de otra traducción -del hebreo al inglés y de éste al español- y que este hecho se hace notar, y no para bien, a lo largo de cada uno de los artículos, el libro se deja leer a través de sus ciento y tantas páginas, las cuales hacen un recorrido por las crónicas que para la prensa israelí fue escribiendo Hass desde Cisjordania, sobre todo, desde los últimos años noventa hasta los años de la llamada Segunda Intifada, allá por el 2002.
Lo más llamativo de este periplo periodístico, aquéllo que no deja de sorprenderme es algo que Amira Hass comparte, desde luego, con el resto del pueblo judío: hablo de la capacidad que tienen los judíos para la autocrítica feroz. Pese a las soflamas de los tiempos posmodernos, que sostienen que el Estado de Israel, y los judíos, por extensión, están sentados sobre una autocomplacencia absoluta, derivada de la escasa tendencia a la crítica de sus acciones para con los demás pueblos y, en concreto, para con los palestinos, yo sostengo que es hartamente costoso encontrar a un pueblo que se ponga a sí mismo tan en tela de juicio todos los días. De hecho, éste es, en mi opinión, un rasgo que lo hace vulnerable frente al mundo y que el mundo sabe utilizar en su beneficio.
No es mi intención dar lecciones de psicología ni de antropología, sino tan sólo comentar qué me ha sugerido la lectura del libro que da título a esta modesta columna de opinión. Y el caso es que me veo en la obligación de recurrir a un concepto que las personas que vivimos en determinadas zonas bilingües o biculturales de España conocemos, porque hemos estudiado en relación con esta biculturalidad, si se me permite el vocablo. Se trata del concepto del “auto-odio”. Concepto surgido de las mentes pensantes del nacionalismo no español o españolista y que pretende dar a entender una especie de esquizofrenia que se produce en los hablantes de la llamada “lengua B” del territorio en cuestión y que implica que estos hablantes vean a esa lengua, de la que son nativos por otra parte, como lengua de “segunda división”, digamos, destinada al uso en ambientes no oficiales, como la propia familia, mientras que conciben a la “lengua A” -el castellano, en este caso- como la verdadera lengua de cultura, la que merece todos los respetos y honores y en la que hay que expresarse ante el médico, el alcalde y demás fuerzas vivas. La sensación que me ha producido la lectura del libro de la señora Hass me ha retrotraído a este concepto, ya que cada una de las páginas del mismo destila una misma consigna: “perdón por existir”.
No pienso, sin embargo, que ésa sea la idea que la señora Hass tiene en mente transmitir, sino que más bien es lo que subyace a su denuncia permanente de las injusticias que Israel comete en los llamados territorios ocupados, aquéllos en los que está presente más allá de la denominada Línea Verde. El caso es que desgrana una a una, sin ahorrar detalles, todas aquellas situaciones que le ha tocado vivir y que son contra justicia. Y digo “que le ha tocado vivir”, aunque en ocasiones puede tratarse de incidentes relatados por terceras personas, ya que la señora Hass parece tener una tendencia absolutamente marcada a creerse a pies juntillas aquello que proviene de fuentes palestinas civiles o de terceros países comprometidos con la causa palestina, pero a poner en duda de la misma manera todo aquello que procede de un estamento oficial de su país, Israel, llámese autoridad civil o ejército.
Leyendo muchas de esas situaciones, he sufrido como persona que soy, porque, aunque a algunos les cueste creerlo, soy sionista, pero no terrorista y sí individuo que sufre, como el que más, con las situaciones de injusticia y de vulneración de la dignidad personal que se dan en el mundo, individuo que se esfuerza día a día por ser mejor, como creo que muchos israelíes y judíos también. En este contexto, me han parecido desastrosas y hasta horribles algunas de las cosas que se narran en el libro y que han afectado o pueden afectar, desgraciadamente, a la población civil que vive en Gaza o en Cisjordania, pero creo que he sabido contextualizar todo aquello que nos narra Amira Hass y que ella descontextualiza a sabiendas en multitud de ocasiones. Con “descontextualizar” quiero decir muchas cosas. No sólo comenzar un artículo prescindiendo de todo contexto previo y arrojando al lector, como espectador, a la tragedia o al espanto que parece surgido de la mera maldad o arbitrariedad del ejército de Israel, porque sí, sin especificar un status quo previo o una concatenación de acontecimientos que ha llevado a tal o cual acción o consecuencia, sino el ser abiertamente tendenciosa en la elaboración de una escena o en el análisis de unos acontecimientos. Opino que Amira Hass coloca siempre el foco sobre el palestino, supuestamente caído, y el dedo acusador sobre Israel y su ejército, supuestamente siempre agresores y nunca víctimas, pese a las bajas que hay cada día entre la juventud israelí alistada a un ejército en el que preferirían no estar para poder dar rienda suelta a su juventud y no quedar traumatizados de por vida, del mismo modo que la juventud palestina, no lo dudo, debe de estarlo. La señora Hass, al tiempo que dibuja miles de escenas dickensianas de cada una de las situaciones de sus artículos que tienen que ver con la sociedad palestina, desestima o ningunea todas la explicaciones que, día a día, está obligado a dar el Estado de Israel sobre cualquier incidente o noticia que tenga que ver con el conflicto.
Y aunque hay que reconocerle que en muy contados artículos denuncia la corrupción, la brutalidad y la ineficacia de la Autoridad Palestina para llevar a su pueblo hacia el desarrollo y, mucho menos, hacia la paz, también es de justicia subrayar que Hass acaba siempre culpando a Israel de uno u otro modo. La culpa acaba echando raíces en el mero hecho de la existencia de Israel como estado: es éste y no otro el elemento subyacente y definitorio de que a los palestinos les vaya tan mal. Todo ello soslaya o confiere la mínima importancia al nepotismo, a la violencia y al tráfico de influencias y de dinero que se dan en los territorios bajo los auspicios de los gobiernos occidentales y de las organizaciones que, como la Unión Europea, donan gratuitamente miles de millones de dólares a los jerifaltes palestinos del momento -Amira Hass recoge algunas cifras, de hecho, lo cual hace pensar que es algo público y notorio- para que sus familiares se lo gasten en Los Campos Elíseos de París. Y esto mientras, durante la segunda Intifada, un gran porcentaje de obreros palestinos no cobraron el subsidio de desempleo durante meses, ya que el mismo dependía de la Autoridad Palestina y no de Israel, como en el pasado de “ocupación y control” absolutos de Israel en los años setenta del siglo XX, en el que los palestinos sí cotizaban y formaban parte de la Seguridad Social israelí. Con todo, no deja de sorprender que, pese a la defensa encarnizada que hace Amira Hass del derecho a existir de Palestina frente a su enemigo Israel, meta la pata de vez en cuando, informando de que en 1869, por ejemplo, la población árabe que vivía en la zona del actual Israel difícilmente se identificaba con un país y un devenir comunes. Parece, pues, que es éste otro de los desaciertos del pueblo de Israel: ayudar a los palestinos a crearse una identidad común para disputarles el derecho a la vida, pero ése es otro debate... En cualquier caso, la periodista también dedica un miniapartado en sus artículos para hablar de iniciativas de entendimiento de grupos pacifistas palestino-israelíes, que, según ella, no prosperan, porque Israel coarta su derecho a exhibirse públicamente. Mi opinión es, sin embargo, otra. En primer lugar, creo que es sabido que en Israel tienen cabida todas las opiniones, gusten o no, agredan a sus derechos básicos o no y sólo hay que ir a la Knesset para darse cuenta: allí hay diputados árabes, cuyo programa se fundamenta en la necesidad de desmantelar Israel y crear un sólo estado palestino en la región. En segundo lugar, pienso que sólo hay una mayoría pacifista e izquierdista en Israel, que se pelea con la razón que, dicen, les asiste, contra el aparato de su estado para ponerse del lado de los palestinos parcial o totalmente -véase Amira Hass-. Este fenómeno no tiene cabida en una sociedad como la palestina, profundamente marcada por una dictadura secular y por el fenómeno religioso radical, que la coloca cada vez más cerca de Irán y más lejos del mundo occidental y que está demasiado segura de ser la víctima mediática eterna para preocuparse de aparentar pacifismo ante el mundo: no le hace falta, el mundo la quiere como es, aunque, pongamos por caso, y no digo que sea la realidad actual, apoye mayoritariamente los atentados suicidas en Israel y no vaya a reconocer nunca que en 1869 sí había judíos en la llamada tierra palestina que, pese a constituir una minoría, si la comparamos con otros momentos históricos del pueblo de Israel en esa misma tierra, sí poseía una conciencia de pertenencia a un pueblo, a una historia y a una ubicación comunes, conceptos todos que quizás les faltaban a sus antepasados.
Cosas como ésta y, no otras, son las que me hacen pensar que, sinceramente, Amira Hass no mete la pata ni se equivoca. Está donde quiere estar, hace lo que quiere hacer, pero me temo que no es lo que quiere ser. Por todo ello, tengo que decir que le reconozco el valor de jugarse la vida para ser periodista en situaciones posiblemente arriesgadas para su integridad física, en aras de contar una noticia, así como la pasión y el ardor que pone en una causa que ella ve como noble y de justicia. No obstante, y siempre según lo que he leído -desconozco su actual devenir profesional y, por supuesto, personal- me parece que la señora Hass tiene también el dudoso honor de arrepentirse de ser judía israelí y es algo que me parece desastroso, precisamente teniendo en cuenta sus orígenes (según la reseña del libro, Amira Hass es la hija de una madre superviviente del campo de Bergen- Belsen y de un padre que estuvo confinado en un gueto durante la Segunda Guerra Mundial).
En cualquier caso, la solución a lo que yo concibo como un gran despropósito me llegó leyendo otro libro hace unos días. Me topé con el caso de una descendiente de judeoconversos de la Península Ibérica, cuya familia había conservado prácticas judaizantes y que, en el devenir de su propia historia personal, acabó convirtiéndose al judaísmo. Ante la pregunta del entrevistador de por qué lo había hecho, ella dijo algo muy simple, que yo suscribo y guardo en mi corazón como un tesoro: “hubo un día en mi vida en el que me di cuenta de que nadie puede estar sentado en dos sillas a la vez, hay que elegir”. Yo ya he elegido a favor de Israel, así como Amira Hass tiene todo el derecho del mundo a estar sentada en la silla enfrentada. Creo que esa posibilidad de estar y de dar cabida constituye la auténtica grandeza de la imperfecta democracia, aunque, subrayo, democracia, israelí, así como del pueblo judío. Ojalá -utilizando una raíz árabe- el panarabismo circundante, y actualmente de moda, entienda alguna vez que también debe generar espacios y hacer autocrítica de vez en cuando: ése es mi único deseo para el incierto futuro que se avecina, aunque me temo que soy pesimista al respecto.